viernes, 14 de diciembre de 2012

Crónicas de un Mapache en Belén: interiorismo navideño.


 Cada Séptimo es una aventura. Eso puedo asegurarlo. Lo que pasa es que no siempre hay que salir de casa para encontrarla. Menuda excusa, diréis. Bien. Tengo una actualización por delante para demostraros que tengo razón.
Estamos acercándonos a la Navidad peligrosamente. Esto conlleva arbolitos, bolas de colores, luces epilépticas, renos congestionados, señores que bajan de las montañas a tocar panzas, viejos de rojo o tres tipos maquillados. Depende de la casa. Y yo soy muy Grinch, (parafraseando a mi coprotagonista de día) con lo que que podéis imaginaros que estas cosas me levantan cierto sarpullido córtico-resistente…
Excepto del umbral de mi casa para adentro. Aquí monto la decoración de Navidad como si estuviésemos participando en un concurso mundial. Es algo inexplicable, hasta que comprendáis los ritos que se pueden llevar a cabo en nombre del interiorismo…
Las entrañas del árbol.
La mañana comienza. Temprano. Gruño. Desayuno. Gruño. Gruño otra vez. Dejo de gruñir porque consume un tiempo valioso y qué queréis que os diga, aburre. Así que nos acercamos al tocadiscos y escogemos a Los Stop para amenizarnos la jornada, el sol sale ya por la ventana y me voy acordando del musgo que me espera en el desván, con bichitos a medio morir para que yo pueda poner ese gesto tan característico de grima infinita.
Es complicadísimo, ¿vale?
¿Veis el embellecedor del pie? Porque yo TAMPOCO.
Con motivación suprema empezamos a carretar todos los elementos necesarios. En mi casa ponemos un árbol, un belén tamaño macro y unas cuantas cosillas, entre las que se encuentra una pelota horripilante con pseudoacebos, manzanas y bolitas rojas, y que a mí, personalmente me flipa. Y punto. Cada año alguien intenta deshacerse de ella, cada año la recupero con fuerza. Así que son las nueve y media de la mañana (ojito) y nos ponemos a montar el árbol. El proceso es como el de descuartizar un  cadáver, pero al revés. Se nota que estoy ducha en tales lides. Eh.
Es PRECIOSO...
Hace muchos años poníamos un arbolito de verdad. Una vez que nos dimos cuenta de que el arbolito tenía derecho a vivir su vida unos cuantos años más, y de que además, la estética de estos bellos seres en la naturaleza no es tan sobrecogedora en una casa, con sus agujas tiradas por cada esquina en número directamente proporcional a las calvas que iban apareciendo, adquirimos un árbol de plástico. Pero plástico fetén. Momento ingeniero en el que separamos las ramas según los colores que marcan los tamaños y lo montamos. Admiramos orgullosas el fruto de nuestras manos. Y por supuesto nos hemos olvidado de colocar el embellecedor del pie (porque sí, nosotros tenemos de esas cosas, handmade, of course). Como mi compañera opta por morirse de risa y está evidentemente incapacitada para sujetar el titánico instrumento, soy yo la que levanto el árbol a pulso. Y por un instante, soy Hulk.
HUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUULK
Ya está. Subsanado este punto, viene la parte compleja (os estáis emocionando, ¿a que sí?). Colocar las luces. Y diréis “¿pero eso es difícil?”. Si os dedicáis a trolear a vuestra compañera encargada de esta tarea enrollándoos en el cable y pidiendo a cada minuto, “enciéndelas, por favor”, sí.
Perdón por el grado de cutrez de la foto. Pero es que así fue, así os lo cuento...
Una vez que he podido satisfacer mis ganas de hacer el gilipollas (¿por cuánto tiempo?), va poniéndolas en el árbol. A todo esto, id pensando que cada poco decidimos parar para echar un vals. Porque así somos nosotros en esta casa. Los Stop siguen dándolo todísimo, lo siguiente será Barry White. Y por fin podemos empezar a poner las bolas. Todo en preciosos y navideños tonos rojos y papanoelísticos. Ya podéis denunciarme por hortera. Pero es que es así, qué le vamos a hacer. No sé si recordáis un monólogo de Luis Piedrahita, que hablaba de los árboles de ricos y los de pobres. Bueno, pues hasta hace nada, el nuestro era de pobres, y ahora es de ricos. Oh, sí. Hacemos ese chiste mínimo veinte veces por temporada. Buscadlo en youtube y encontraréis el sentido a mis palabras (que no os lo voy a dar todo hecho).
Despliegue de la ciudad. Cada año, ¡un poquito más grande!
Y así se coloca un faldón. Prodigioso.
Hale, estrella cutre, pero roja, que es lo que importaba, la rebautizamos como supernova por aquello de adaptarnos a las nuevas directrices del Vaticano, y nos ponemos con nuestra obra maestra, la cumbre de nuestro arte, el tótem que preside el comedor, esa cosa que va dejando animalitos a su paso (“¡mira, un belén viviente!). Tablas, faldón morado for the win, un pueblo de metro y medio cuadrado de superficie. No está nada mal…
"La cosa va tomando forma", aseveraron los gusanitos que salían de entre el musgo.
Este año hemos proyectado la montaña de Herodes como un agujero hobbit. Porque es talmente lo que parece. Así todo el mundo se siente identificado en estas fechas. Incluso hacemos guiños a los gustos góticos.
Tres pozos, nada más y nada menos.
 ¿Os sorprende?
Todo tiene explicación.
En mi casa las figuras del belén proceden de muchas ediciones distintas. Esta es una forma fina de decir que tenemos elementos de hace treinta años, de hace quince y de ayer mismo. Tamaños diferentes, calidades diferentes, historias diferentes. Pero a mí no me sale del alma retirar a ese pastorcillo de cerámica tan majo y tan bonito sólo porque le falten los dos brazos y que siga sujetando el cayado porque lo tiene clavado graciosamente en el pie. Y dadme gracias porque hemos renovado los reyes magos, y Baltasar ha podido así dedicarse a lo que más le gusta, que es el cine. ¿Habéis visto “Sleepy Hollow”? Adivinad quién hizo ese papelón de caballero sin cabeza. Pues sí, para que veáis que nuestro belén es famoso.
The Walking Dead.
Este tiene cabeza. La verdad es que ha perdido algo de gracia.

Esta imagen es demoledora. Apreciad las diferencias de tamaño a pesar de lo lejos que realmente están José y María. Yo creo que el legionario está acojonado...
 Por otro lado, dejamos fluir nuestro lado más selvático con manadas de caballos salvajes, elefantes salvajes (qué pasa, vienen con los reyes, cuela, ¿no?), patos salvajes, decenas de puñeteros pollitos salvajes (que hasta  estuve a punto de ponerle uno en la cabeza a Herodes para cosplayarlo de cierto personaje de cierta serie) y una familia de felices urogallos. Por supuesto, hemos decidido no ser nada polémicos con las instrucciones de la Santa Sede de este año, y no sólo tenemos una mula y dos bueyes (uno de ellos, figurita que me vino con las palomitas, de estos de plástico con terciopelillo y al que le falta un ojo y que por supuesto ocupa un lugar preeminente dentro del portal). Tenemos un mapache. Por cierto, del mismo tamaño que un señor que adora al niño, que por cierto, le dobla la estatura, que por cierto, mide la quinta parte que nuestro San José, que por supuesto, se correlaciona con los Argonath.
¡Nuevas adquisiciones! Mi nueva cosa más super favorita del Belén (y quien me diga algo al respecto...)
Y así somos felices durante cinco horas, entre discos de soul, The Offspring y Los Stop, que hasta nos deleitan con villancicos. Todo muy mortal.
Estáis invitadísimos a comprobar que todo lo que estoy diciendo es cierto.
Gandalf, Frodo Bolsón y Hobbiton al fondo.
Y con esto os he demostrado que una crónica que podría parecer insulsa y carente de interés, de repente se ha convertido en la mejor de las aventuras de los Séptimos. La fórmula del éxito es siempre la misma: compartir estos momentos con quien más quieres. He conseguido hacer la decoración de la casa (bolón de la puerta incluido) en un solo día disfrutándolo como cada año. Y este es un año diferente, así que ¡logro desbloqueado!
 Seguro que vosotros también tenéis vuestros más y vuestros menos con las decoraciones navideñas. No lo dudéis, contádmelo, porque yo sí voy a entender que todo tiene su punto. En tus manos queda definir cuál es.
¡Hasta el Séptimo que viene!
Nada raro en nuestro portal.

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